El domingo último, hacia el mediodía, en una mañana fría del Tigre, me encontré a pocos pasos del bellísimo Museo de Arte, exactamente alrededor de la estatua de Belgrano, con una fiesta divertida donde se bailaba con trajes regionales, se cantaba, había discursos nada ceremoniosos y corría el vino. Ahí me enteré de que se estaba festejando un nuevo aniversario de la llegada de los primeros inmigrantes italianos a la Argentina. Sin el menor gesto de empaque o grandilocuencia, había una alegría y un calor que desafiaban la temperatura reinante en las márgenes del Luján.
No es el caso de evocar aquí, porque muchos de ustedes ya los tienen incorporados, a las grandes figuras de la lírica que hicieron la pasión de los porteños en aquellos años, como es el caso de Francesco Tamagno, que debutó en Buenos Aires en 1878, marcando un rumbo sensacional al movimiento lírico de la ciudad; o de Antonietta Pozzoni, la Aída del estreno mundial en El Cairo (1871) y dos años después en Buenos Aires… Y esto por dar apenas una muestra de lo que significó el paso de los italianos por Buenos Aires. Llegaron, deslumbraron y se fueron a otros cielos después de haber dejado grabados sus nombres para siempre en nuestra historia.Seguramente muchos de ellos estaban lejos de imaginar que con aquellos antepasados de la segunda mitad del XIX la música argentina empezaba a recorrer nuevos caminos, en particular los dedicados a la ópera.
En cambio me acordé este domingo de aquellos primeros inmigrantes que se quedaron, y compusieron sus óperas, seguramente con un entusiasmo que no se vio reflejado en el interés de los aficionados locales, deslumbrados, en aquellas décadas, por el genio prodigioso de Verdi y otros grandes.
La pena es que la historia local no llegó a recuperarlos, aunque sea a sus nombres modestos, con el paso de los años. Y si ello no ocurrió en su momento, tampoco el siglo XX se dio por enterado. Es el caso de W. Fumi, autor de La indígena (1862); Inocente Cárcano con su Amelia; Alfredo Donizetti (Naná, 1889); C. D’Agnillo (Il leone di Venecia, 1892 y La zingara); Juan Gracioso Panizza (Clara, ópera, y Cecilia, opereta, ambas de 1897); Romaniello (Alda); Boniccioli (Juan de Garay, 1900) o Ferruccio Cattelani (Atahualpa, 1900).
Y todo esto, incompleto por cierto, al margen de intérpretes o pedagogos que en cambio marcaron nuestra historia, como es el caso de Clementino Del Ponte, que se estableció entre nosotros en 1878; de Edmundo Piazzini, creador de un célebre conservatorio, o de Pietro Melani… Y nada más por hoy, salvo desearles, en el Colón, un feliz y regocijante Puccini para todos. Que en algún momento desesperado, allá por abril de 1890, también pensó en venir y quedarse para probar suerte. Su destino, por cierto, no era éste..